Con 81 años y una vida entera bajo los focos, Susana Gimena sorprende al revelar que hay personas a las que jamás perdonará, desnuda viejas traiciones y abre un debate brutal sobre los límites del perdón y la memoria.
Durante décadas, Susana Gimena fue prácticamente un mueble fijo en la sala de millones de hogares.
Su risa estruendosa, sus frases improvisadas, sus equivocaciones adorables, sus lujos, sus caprichos, sus mascotas, su pelo perfecto… y esa mezcla extraña de ingenuidad y astucia que hizo que el público la sintiera cercana y, a la vez, inalcanzable.
Lo contó todo:
sus romances, sus fracasos, sus operaciones, sus miedos, sus fobias, sus manías.
Bailó, cantó, se cayó, se levantó, lloró en cámara, se emocionó con historias ajenas, se peleó con algunos invitados, se reconcilió con otros.

Pero hubo algo que, a pesar de tanta exposición, siempre mantuvo blindado:
las personas que la habían herido de verdad.
Sí, alguna vez dijo:
—“A fulano no lo quiero ni ver.”
—“Mengana me decepcionó.”
pero eran frases lanzadas al aire, sin profundizar, sin dar detalles, sin convertirlo en tema central.
Eso cambió el día en que, a sus 81 años, sentada en un sillón enorme, frente a una audiencia que la miraba con la curiosidad con la que se mira a un monumento que sigue hablando, pronunció una frase que nadie esperaba:
—A esta altura de mi vida, me preguntan si perdoné a todos.
La respuesta es no.
Hay personas a las que nunca voy a perdonar.
Y, por primera vez, estaba dispuesta a nombrarlas.
No con nombre y apellido real —eso lo evitó—, pero sí con historias tan específicas que cualquiera que hubiera vivido a su alrededor se reconocería.
El país entero se acomodó en el sillón.
Lo que venía no era un escándalo de gritos, sino algo mucho más incómodo:una mujer mayor revisando, en voz alta, las cicatrices que decidió no convertir en anécdotas.
El especial de “despedida” que nadie entendió como despedida
La cadena lo promocionó así:
“Susana Gimena: 81 años, una vida sin guion”
Un título que sonaba a homenaje, a repaso amable, a fiesta de recuerdos.
Los avances mostraban imágenes de archivo: vestuarios imposibles, invitados históricos, sketches delirantes, llamados telefónicos que terminaron en surrealismo puro.
El set estaba armado como un altar pop:
sillón blanco enorme en el centro,
pantalla gigante con clips de distintos años,
flores, brillo, una banda en vivo lista para tocar esas cortinas musicales que quedaron pegadas en el inconsciente colectivo.
El conductor —un periodista bastante más joven que ella, pero criado frente a su programa— estaba emocionado.
Se notaba en sus ojos que, más que entrevistar, estaba cumpliendo una fantasía infantil.
Cuando ella apareció, el estudio se vino abajo.
Todos se pusieron de pie.
Le gritaron “te amamos”, le pelearon para ver quién sacaba mejor selfie desde el público, la aplaudieron como si se tratara de una artista internacional en un estadio.
Susana Gimena entró caminando despacio, pero con ese gesto de “yo aquí ya estuve mil veces” que solo tienen los veteranos.
Se sentó, se arregló el pelo, miró a la cámara como vieja amiga y dijo:
—Bueno, ¿y ahora? ¿Me van a jubilar al aire?
Risas.
Aplausos.
Todo en su lugar.
Nadie imaginó que, en esa hora y media de programa, iba a hacer algo que evitó durante cincuenta años:
hablar de rencor sin disfrazarlo.
“¿Hay alguien a quien no perdonaste?”
El especial avanzaba según el guion:
Anécdotas divertidas de invitados que nunca llegaron.
Recuerdos de llamados telefónicos históricos.
Confesiones de errores que terminaron volviéndose memes.
Videos de momentos emotivos con público, niños, familias.
Hasta que el conductor decidió cambiar el tono.
Bajó el volumen de la banda, se inclinó un poco hacia ella y preguntó:
—Susana, vos hiciste reír a mucha gente, pero también lloraste, sufriste, te traicionaron, te usaron… lo sabemos, aunque no lo hayas contado todo.
Se hizo un silencio raro.
—A los 81 años —siguió él—, ¿queda alguien… a quien no hayas perdonado?
El público hizo un murmullo corto, como un “uhhh” contenido.
Era la típica pregunta que suele responderse con un:
—“No, hijo, ya perdoné a todos, la vida es muy corta”.
Pero ella no se fue por ahí.
Se quedó mirándolo.
Se reclinó hacia atrás en el sillón.
Sonrió de lado, sin alegría.
—Sí —dijo—. Hay gente a la que nunca voy a perdonar.
El conductor se atragantó con su propia saliva.
—¿Cómo que sí? —repitió—. ¿Lo decís en serio?
—Muy en serio —contestó—. Y te explico por qué.
—
La primera persona: el “amigo” que le robó la voz
Susana aclaró algo desde el principio:
—No voy a decir nombres —advirtió—. No porque los proteja, sino porque no les voy a regalar pantalla. Pero voy a contar lo que hicieron. El que se reconozca, que se arregle con su almohada.
La primera historia se remonta a sus años de explosión mediática,
cuando todo lo que tocaba se convertía en oro.
—Había una persona —empezó— que yo consideraba amigo. De esos que vienen a cenar, se quedan hasta tarde, conocen a tu familia, tus secretos, tus miedos. Lo traje a trabajar conmigo. Lo senté en mi mesa. Le di aire. Confianza total.
Ese amigo, según ella, fue ganando espacio:
Opinaba sobre sus contenidos.
Negociaba en su nombre.
Se sentaba en reuniones importantes.
Filtraba “consejos” por todos lados.
—Un día —contó— me enteré de que, en un pasillo de canal, dijo:
“Sin mí, ella no es nada”.
La frase le quedó grabada como un tatuaje en el tímpano.
—Otra persona —siguió— me contó que, además, estaba negociando cosas a mis espaldas. Usando mi nombre como si fuera suyo, cerrando acuerdos donde yo aparecía… sin saberlo.
¿Qué fue lo imperdonable?
—No fue que se quedara con plata —aclaró—. No fue que negociara mal. Eso se arregla. Lo imperdonable fue que se creyera dueño de mi voz. Que hablara por mí. Que sintiera que mi historia le pertenecía.
¿Lo enfrentó?
—Sí —dijo—. Le dije: “Te vas. Acá no trabajás más. Y no volvés a entrar a mi casa”. No fue dramático. No fue a los gritos. Fue quirúrgico.
¿Por qué no lo va a perdonar?
—Porque convirtió mi confianza en herramienta de poder —respondió—. Y eso, cuando uno llega de abajo y sabe lo que cuesta conseguir una voz propia, es traición de la peor especie.
La segunda persona: quien usó su nombre para dañar
La segunda historia no tiene que ver con dinero, ni con ratings, ni con contratos.
Tiene que ver con algo más vulnerable: su imagen.
—Hubo alguien —dijo Susana— que decidió que, para sentirse importante, tenía que decir que yo era una mala persona.
No habló de críticas de prensa.
Eso lo conoce desde siempre.
Habló de alguien que fue parte de su círculo íntimo.
—Esta persona —relató— salía a hablar de mí como si supiera todo, como si hubiera estado en cada madrugada mía, en cada llanto mío, en cada decisión. Y lo hacía con maldad. No con preocupación, no con cariño. Con maldad.
No se refería a un ex amor.
Se refería a alguien que, en su momento, se vendió públicamente como “su gran aliad@”.
—Lo peor —contó— es que usaba cosas que yo sí le había contado, pero las distorsionaba. Entonces mezclaba algo verdadero con un montón de veneno. Eso es peligrosísimo.
¿Por qué no la perdona?
—Porque hay algo que para mí es sagrado: la intimidad compartida —respondió—. Si te cuento algo en confianza, no tenés derecho a convertirlo en espectáculo. No es solo chisme, es convertir mi dolor en tu currículum.
¿Se lo dijo?
—No —admitió—. No hubiese servido. A esas personas las alimenta la atención. Lo único que podés hacer es sacarlas de tu vida. Eso hice.
Y mi perdón, que lo espere sentad@.
La tercera persona: ella misma
Hasta ese punto, el público estaba impactado, pero dentro del territorio entendible: traiciones, egos, malentendidos, gente aprovechadora.
El giro vino cuando el conductor, con cuidado, preguntó:
—¿Y ya está? ¿Esas son las personas que no vas a perdonar?
Ella guardó silencio unos segundos más largos que los anteriores.
—No —dijo—. Hay una persona más a la que todavía me cuesta perdonar.
El conductor se preparó para otro personaje secundario.
No fue así.
—A la que más me cuesta perdonar —añadió— es a mí.
El foro entero soltó un “ahh” suave, casi un suspiro.
—
“Me cuesta perdonarme las veces que me traicioné”
Susana se acomodó en el sillón, se cruzó de piernas, miró al público y a la cámara.
—Yo siempre fui muy simpática diciendo “el tiempo todo lo cura” —empezó—. Pero hay cosas que el tiempo no cura si una no se sienta a mirarlas.
¿De qué no se perdona?
—Me cuesta perdonarme las veces que me traicioné a mí misma —dijo—. Las veces que dije que sí cuando quería decir que no. Las veces que seguí trabajando con alguien que me hacía daño por miedo a “qué dirán”. Las veces que me callé para no perder el cariño del público.
Contó que, muchas veces, eligió ser “la simpática” antes que la sincera.
—Me duele —confesó— acordarme de situaciones en las que alguien me faltó el respeto, y yo hice un chiste para que el momento pasara. En lugar de decir: “Pará, esto no está bien”.
¿Se puede perdonar eso?
—Estoy en eso —respondió—. Pero también me parece honesto decir que no lo tengo resuelto. No quiero sentarme acá a los 81 a vender una sabiduría que no tengo. Hay cosas que todavía me duelen. Y me las hiciste vos, pero también me las hice yo por dejarte.
¿Perdonar siempre es obligatorio?
El conductor, que no esperaba ese nivel de honestidad, se animó a una pregunta que muchos se hacen:
—Se suele decir que hay que perdonar para estar en paz. ¿No tenés miedo de que el rencor te cierre puertas, te envenene, te deje amargada?
Ella se rió con ganas.
—Amargada voy a estar si me quitan el mate —bromeó—, no por decir que no perdono a alguien.
Luego se puso seria.
—Yo no vivo pensando en estas personas —aclaró—. No me despierto diciendo “ay, qué bronca que les tengo”. No. Vivo mi vida, me río, disfruto, trabajo menos, paseo más. Pero de ahí a decir “los perdono”, hay una distancia.
¿Por qué?
—Porque se nos ha instalado la idea —dijo— de que, si no perdonás, estás mal, sos mala, sos rencorosa, sos tóxica. Y no siempre es así. A veces, NO perdonar es poner un límite sano.
Y remató:
—Yo puedo desearles que estén bien, que no repitan lo que hicieron conmigo…
pero no tengo que invitarlos de nuevo a mi casa, ni a mi mesa, ni a mi corazón. Eso no es falta de perdón: es cuidado propio.
La ovación no fue por el chisme, sino por el límite
Lo inesperado fue la reacción del público en el foro.
No hubo abucheos.
No hubo caras de “cómo puede decir eso”.
Hubo algo distinto:
cabezas asintiendo, ojos brillosos, gente de distintas edades aplaudiendo con fuerza.
Porque, de algún modo, esa mujer de 81 años que todos asociaban con frases ligeras y risas contagiosas,
estaba poniendo palabras a algo que muchas personas sienten,
pero que rara vez se animan a confesar en voz alta:
que hay heridas
que no se cierran con un “te perdono” automático,
sino con una decisión íntima de no dejar entrar más daño.
¿Se arrepiente?
Hacia el final, el conductor lanzó la última pregunta:
—Si pudieras volver atrás, ¿harías algo distinto con esas personas que hoy decís que no perdonás?
Ella lo pensó un instante.
—Sí —contestó—. Me habría ido antes.
Hubo risas, pero también una comprensión profunda.
—No habría esperado tanto para darme cuenta —continuó— de que no era mi obligación aguantar. De que no necesitaba demostrar que era “buena” aguantando todo. Eso es algo que nos meten mucho en la cabeza a las mujeres: “sos buena si perdonás siempre, si entendés siempre, si te bancás todo”. No, mi amor. Sos buena si te cuidás también.
El mensaje final
Antes de despedirla, el conductor le dio el micrófono una vez más:
—Si alguien te está viendo —dijo— y tiene a alguien en su lista de “no perdonad@s”, ¿qué le dirías?
Susana Gimena miró a cámara, con esa seguridad que solo tienen los que ya no compiten con nadie.
—Le diría:
“No estás obligad@ a perdonar a quien sigue haciéndote daño.
No estás obligad@ a invitarlo otra vez a tu vida para demostrar que sos una buena persona.
Tu paz no depende de ser santa,
sino de saber a quién le abrís la puerta…
y a quién ya no.”
Luego añadió, con una sonrisa:
—Y si alguien que te lastimó escucha esto y se ofende porque no lo perdonás… quizás te acaba de dar otra razón para mantenerle la puerta cerrada.
El estudio estalló en aplausos.
No de culebrón barato,
sino de reconocimiento.
A sus 81 años,
Susana Gimena, la diva que hizo reír a generaciones,
dejó de maquillarse el alma por un rato
y se permitió decir algo tan simple como brutal:
Que hay personas
a las que nunca va a perdonar…
y que eso
no la hace menos luminosa,
ni menos humana,
ni menos capaz de seguir amando.
Solo la hace alguien que, por fin,
se eligió a sí misma
después de una vida entera de elegir hacer felices a los demás.