Gabriel Rufián fue más lejos que nadie y lanzó una acusación que roza el escándalo institucional. Acusó a Feijóo de manipular pruebas en el caso Mazón, mezclando poder político, relaciones personales y la actuación judicial en la DANA. No habló de errores ni de malas decisiones, sino de una alteración deliberada de los hechos. Si lo que denuncia es cierto, no estamos ante una polémica más, sino ante un problema democrático de primer nivel.

GABRIEL RUFIÁN REVIENTA A FEIJÓO “MANIPULA PRUEBAS ESCÁNDALO MAZÓN Y AMANTE A LA JUEZA DANA”.

Durante meses, el relato oficial sobre la gestión de la DANA en Valencia se sostuvo como un edificio aparentemente sólido.

Declaraciones medidas, comparecencias calculadas y una narrativa repetida hasta la saciedad: todo estaba bajo control, se actuó cuando se pudo y la información fluyó “en tiempo real”.

Sin embargo, con el paso del tiempo y, sobre todo, con la aparición de los mensajes de WhatsApp entre Carlos Mazón y Alberto Núñez Feijóo, ese edificio ha empezado a resquebrajarse de forma irreversible.

Lo que hoy se debate ya no es solo una cuestión política, sino profundamente humana.

Porque detrás de cada contradicción, de cada silencio y de cada mensaje omitido, hay familias que perdieron a sus seres queridos, ciudadanos que se sintieron abandonados y una sociedad que empieza a preguntarse hasta qué punto se puede manipular la verdad cuando ocurre una tragedia de esta magnitud.

La publicación parcial de los WhatsApp ha sido el detonante definitivo. No tanto por lo que dicen, sino por lo que no muestran.

Feijóo remitió a la jueza de Catarroja únicamente los mensajes enviados por Mazón, pero no sus propias respuestas.

Un gesto que, lejos de aportar claridad, ha generado una sensación de ocultación difícil de justificar.

Cuando una conversación se presenta amputada, el vacío habla casi más alto que las palabras que sí se enseñan.

Las reacciones no se hicieron esperar. Analistas políticos, periodistas y representantes sociales coincidieron en un diagnóstico severo: lo que se confirma es la existencia de una mentira sostenida durante catorce meses.

Una mentira que no solo buscaba proteger responsabilidades políticas, sino que terminó provocando un daño añadido a las víctimas.

Porque negar, minimizar o tergiversar lo ocurrido no es un simple error de comunicación; es una forma de maltrato institucional.

Carlos Mazón aparece retratado en sus propios mensajes como un dirigente consciente de la gravedad de la situación desde muy temprano.

A las 20:09 ya advertía de que “esto va a ser un desastre”, cuando la alerta a la población aún no se había enviado.

A las 23:25 reconocía que ya estaban apareciendo muertos en Utiel y que serían “decenas seguro”, contradiciendo frontalmente sus declaraciones posteriores en las que aseguró no tener constancia de víctimas mortales hasta la madrugada siguiente.

Estos datos no son interpretaciones, son hechos documentados.

Y plantean una pregunta incómoda pero inevitable: si se sabía que la situación era tan grave, ¿por qué no se actuó antes? ¿Por qué se retrasaron decisiones clave que podían haber salvado vidas? Y, sobre todo, ¿por qué después se negó esa realidad ante los ciudadanos y ante el Congreso?

En este punto, la figura de Alberto Núñez Feijóo adquiere un protagonismo central.

No por su papel institucional aquel día, sino por el relato que decidió construir después.

Dos días tras la tragedia, en Valencia, afirmó públicamente que Mazón le había mantenido informado “en tiempo real”.

Una frase no solicitada, pronunciada sin que nadie se la preguntara, que hoy muchos interpretan como el inicio del encubrimiento.

Periodistas que cubrieron aquellos días recuerdan bien el contexto.

Valencia seguía incomunicada en muchas zonas, hospitales colapsados, ciudadanos atrapados sin agua ni luz, llamadas desesperadas al 112 a un ritmo de más de mil por minuto.

Y, al mismo tiempo, empezaban a surgir dudas sobre dónde estaba realmente el president de la Generalitat durante las horas críticas. La agenda oficial aparecía vacía desde primera hora de la tarde y las versiones cambiaban día tras día.

En ese escenario, la llegada de Feijóo a Valencia fue algo más que una visita institucional.

Para muchos observadores, fue el momento en el que se decidió cerrar filas y proteger al dirigente autonómico, aunque eso implicara construir una versión de los hechos que hoy se desmorona.

La afirmación de que todo había sido comunicado puntualmente sirvió para tranquilizar a la opinión pública y para desactivar, al menos temporalmente, las preguntas más incómodas.

Sin embargo, los mensajes conocidos cuentan otra historia.

Una docena de WhatsApp repartidos en algo más de tres horas y una única llamada perdida no encajan con la idea de una información constante y detallada.

Menos aún cuando Feijóo aseguró durante meses que había estado al tanto de todo.

Esa contradicción es la que ha llevado a muchos a hablar abiertamente de complicidad.

La forma en la que se entregaron los mensajes al juzgado añade un componente especialmente doloroso.

El acta notarial se levantó el 22 de diciembre, pero se remitió a la jueza el día 24, Nochebuena.

Una fecha en la que el impacto mediático es menor y, sobre todo, una fecha cargada de significado para las familias que esa noche se sentaron a una mesa con sillas vacías.

Rosa Álvarez, presidenta de la Asociación de Víctimas Mortales de la DANA, lo expresó con una claridad desgarradora.

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Para ella, no fue casualidad. Fue una nueva forma de hacer daño, de intentar que la información pasara desapercibida y de demostrar que el sufrimiento de las víctimas sigue sin ser una prioridad.

Su asociación, recuerda, fue la que solicitó la declaración de Feijóo como testigo y la que, meses antes, le pidió explicaciones por escrito sobre esa supuesta información en tiempo real. Nunca obtuvieron respuesta.

Rosa insiste en un punto clave: para que Mazón pudiera mentir durante catorce meses, necesitó el respaldo de todo un aparato de partido, tanto autonómico como nacional.

Nadie sostiene una falsedad de ese calibre en solitario. Y esa estructura es la que ahora empieza a quedar expuesta.

Otro aspecto revelador de los mensajes es lo que no aparece en ellos.

No hay rastro de conversaciones sobre la posibilidad de elevar el nivel de emergencia a ámbito nacional, pese a que días después el entorno de Feijóo deslizó que ese consejo sí se había dado.

Tampoco se percibe una discusión seria sobre la necesidad de actuar con mayor rapidez. Lo que se lee es confusión, improvisación y, en algunos momentos, desprecio hacia los mecanismos de coordinación existentes.

Incluso se desmontan algunos bulos que circularon en aquellos días, como la supuesta presencia de Feijóo en Valencia durante las horas críticas.

Los mensajes confirman que no estaba allí, lo que añade una nueva capa de contradicción a la narrativa posterior.

Todo ello ha llevado a una conclusión compartida por buena parte de los analistas: la gestión de la DANA no fue solo deficiente, sino que después se intentó maquillar con un relato falso.

Un patrón que, según muchos, el Partido Popular ha repetido en otras grandes crisis: primero la negación, luego la mentira, después el intento de trasladar responsabilidades y, finalmente, el ataque o la deslegitimación de las víctimas.

La investigación judicial seguirá su curso y será la jueza de Catarroja quien determine las responsabilidades penales.

Pero hay una responsabilidad política y moral que ya se está juzgando en la opinión pública.

La declaración de Feijóo por videoconferencia, prevista para las próximas semanas, será un momento clave, aunque muchos consideran que no bastará con explicaciones técnicas.

Lo que las víctimas reclaman es algo mucho más simple y, a la vez, más difícil: verdad.

Saber qué se sabía, cuándo se supo y por qué no se actuó en consecuencia.

Y también un reconocimiento explícito del daño causado por meses de silencios y versiones contradictorias.

Catorce meses después de la tragedia que se llevó la vida de 230 personas, el debate ya no es solo sobre una DANA.

Es sobre la forma en que el poder responde cuando falla, sobre la tentación de protegerse a sí mismo y sobre el precio humano de esa decisión.

Porque cuando la política antepone el relato a la realidad, las consecuencias no se miden en titulares, sino en vidas rotas.

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